...el detalle, el suspiro...

jueves, 7 de mayo de 2009

El árbol y el viejo


Una vez conocí a un hombre. Callado. Silencio siempre alrededor de él. Estaba sentado a la sombra de un viejo árbol a las afueras de mi pueblo. Este “hombre” le narraba historias a ese árbol y, de repente, con una racha de viento, la vida paraba por un instante. Narraba como hablaba, balbuceaba sus palabras al los agujeros de su vieja piel. El árbol atendía, miraba su negra cabellera, y, otra vez con una racha de viento, el tiempo se volvía a parar. Eran largas horas a la sombra de ese viejo árbol, que respondía con largos poemas acerca de una tempestuosa vida pasada. Caía la noche y los personajes hablaban y hablaban. Una noche la tormenta llegó y, por arte de magia, el hombre, con vieja gabardina, cuaderno en mano, sacaba un pitillo y el calor llegó a esta estampa de invierno. La luna respondió como debiera, haciendo desaparecer las nubes, y las largas horas de magia y de vida seguían su ritmo, brotando palabras y creciendo relatos, arraigándose a un suelo que cada vez era más fértil. Un día de repente, una niña llegó al austero lugar. Y claro, quedó rendidas a los versos del viejo árbol y los relatos del aquel cansado humano. Era abrumador ver como esa niña rellenaba hojas en blanco con miles y miles de apuntes acerca de todo lo dicho. Y lo que era todavía mas abrumador era ver la cara de la niña al caer la noche, cuando debía partir. La niña creció y creció a la sombra de este par de viejos, al abrigo de las letras y la musicalidad de sus palabras. Tal vez por casualidad, tal vez por desgracia, la noche en que el viejo hombre le regaló su gabardina para que se protegiera del frío, continuó con meses enteros en los que la muchacha, una jovenzuela… una jovenzuela a la que cualquier persona se hubiera sentido afortunada de conocer, no apareció por allí. El hombre y el árbol seguían sus charlas, y a la muchacha le sucedieron miles de chiquillos más, siempre alimentados con los poemas del viejo árbol y los relatos del viejo viejo. Un día la muchacha regresó, pero ya no era la joven dulcinea, si no una dulce mujer mayor. Era profesora, y bajo el brazo traía el primer ejemplar de su primer libro, el cual estaba dedicado textualmente “a ese viejo y ese árbol que me dieron la vida”. Lo plantado había dado fruto…y esa misma noche, el viejo murió. Quedó allí por siempre, a los pies de ese anciano árbol poeta, al que ahora, una joven muchachita, que era profesora y acaba de escribir su primer libro, acompañaba cada noche, y era ella la que ahora mostraba el dulce gorgoteo de las palabras al reposar en tu espíritu a los miles de chavales que paseando por allí, encontraban, de repente, y como una de esas casualidades que la vida te depara, cuando no encuentras nada, o no tienes nada mejor que hacer, en esos momentos de la infancia, madurez o vejez, en los que encuentras un viejo narrador y un anciano árbol poeta.

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