...el detalle, el suspiro...

miércoles, 28 de octubre de 2009

Pequeña canción en prosa...to fix...


Las luces me guiarán a casa...Mientras, las lágrimas caen por mi rostro, cuando me siento tan eufórico y tan triste de nuevo, y mis huesos están apagados. Y me siento tan cansado y sin poder dormir, porque el camino todavía es largo, y estoy atascado, sin reserva. Y, mientras, las lágrimas siguen acariciando mi rostro, porque perdí algo que nunca tuve, y me siento cansado y sin dormir, porque mis huesos están apagados. Amo algo, y pienso, que las luces me acercarán a casa, y encenderán mis huesos… pero nunca sabré lo que soy si nunca conozco e intento, y me siento tan… raro, sin tener, siquiera, todavía unas luces que me guíen, mientras me siento tan eufórico o tan triste y cansado.
Y yo intentaré…salir corriendo, correr, y acercarme a ti, y repararte, y repararme, y girar en mis manos todas las luces del mundo, derribar el sol, y hacerlo una pequeña bola a tu lado, con lagrimas que caen por nuestros rostros, y un comienzo eterno que gira a nuestro alrededor. Te prometo que aprenderé, a secar todas las lágrimas del pasado, y crear nuevos universos y estrellas, porque todas nos miraran, tras los rostros agotados de la carrera, y la sonrisa del final. Será entonces cuando sepa que las luces me han guiado a casa y han encendido mis huesos.

Disculpas.


Ya no sé escribirte, lo siento.
Hazme callar, hazme callar,
con un susurro de tus labios,
con tu vestido rojo.
Ya no sé escribirte, no sé,
Porque pudiera escribir tanto

Miénteme entonces, y dime,
dime que no hable en plural,
que necesitas las palabras.

Ya no sé escribirte, lo siento.
Dame tu mano incolora
y acepta mis disculpas,
sin abrir los ojos, con un susurro,
sonriendo, sin tiempo.

Solo sé parpadear, si pasas a mi lado,
no sé saludarte, ni sé escribirte.
Pero discúlpame, con tu vestido,
rojo, de noche, con el frio entrando
Recostados en una alcoba
que no esconde la multitud.

No seguiré, pues estas palabras
no sé narrarlas, no sé.
Las que no se decirte, los versos,
mis versos, no son míos, solo son tuyos.
Acógelos, y discúlpame.

jueves, 22 de octubre de 2009

Desde lejos, donde llueve...



En mi vida, todos los minutos que pasan lloran.
En ella todas las preguntas sin respuestas tiemblan.
El mar le grita al viento,
las aves le gritan al mar,
el viento les grita a las aves.

En mi vida todos los minutos que lloran pasan.
En ella los perfúmenes no rondan mi cabeza,
ni mi cabeza ronda tus perfúmenes,
ni el sueño me despierta temprano,
ni las madrugadas me quitan el sueño.

En mi vida no hay minutos,
ni tiempo de buscarlos, ni gritos,
ni lloros, ni aves, ni mar,
ni colchones desgastados,
ni camas desechas.

En mí, no estás tú, ni siquiera yo.
No hay cara o cruz en las monedas.
No hay monedas siquiera.
El río no se lleva las olas,
ni las olas se llevan tu voz

En mis últimas noches la luna se olvido de salir.
Tú te olvidaste de venir,
la puerta se olvido de cerrar,
las llaves de abrir,
yo me olvide de amar.

Ni tan siquiera nos dimos cuenta
de las ganas de quemarlo todo
De el control del fuego.
Del tiempo ardiendo.
De la ceniza volando.

En nuestra vida si hay minutos que lloran al pasar.
Y tiempo que ya perdió la cuenta.
Hay aves y mar tras los balcones,
pero no existen las llaves para entrar,
ni existe una senda que por las praderas se deshaga

En la vida hay redes encima de los caballos.
Y sonido de céfiros que golpea en mis cristales.
Hay agua que cae del cielo compadeciéndose.
Hay compadecidos que no saben amar.
Hay calor que no sabe quemar.

Existen los Atila que arrasan la hierba,
la hierba que crece en nuestros salones,
los salones que no albergan,
los ríos que no lloran,
las aguas que no mojan.

El momento de perder ya pasó
no hay momento que tras momento se repita,
no hay romance ni hay amor,
ni existe el tiempo ni el reloj.
No estás tú tras ninguna ventana

No te consigo ver, ni en la acera,
no te consigo ver, ni en el tejado,
no te consigo ver, ni en mis versos,
no te consigo ver, ni a mi lado,
ni me puedo ver, vivo y enterrado.

Levántate para gritar por el bosque
lo que la dama de blanco se llevó,
lo que el flautista no te supo cantar,
lo que la flauta no te supo llevar,
lo que la reina de mayo te quitó.

En mi vida no hay tiempo para los minutos.
Ni lloros en las lágrimas, ni amor.
El mar no le grita a mis paredes,
y mis paredes ya no me pueden escuchar,
la saliva ya cae de la lluvia,
mis papeles ya se ven en los arboles,
con la voz que no puede gritar,
ni cantarte, ni volver a escribirte.

Cuando el tiempo me cansa y los minutos se vuelan
no puedo dejar de escribir en la pared
Cuando el tiempo se cansa, no dejo mi alma
Cuando los minutos se vuelan, las paredes me escuchan
mi aburrido himno, que aburre

El camino de que el compadecido deje de compadecerte
Y que los puentes se vuelvan a cruzar a caballo
Que yo te vuelva a ver con vaqueros,
Y mi mirada no se emborrone por la noche
Desde lejos

Desde lejos no existe lo real,
ni lo imaginario.
Desde lejos no existes.

Desde lejos no vuelo,
ni caigo.
Desde lejos no vuelo.

El arquitecto ideo el plan a dedo
Y espero que el universo no se equivoque,
que no se pierda el equivocado,
ni la piedra caiga en otro mar
perdida y lejos de nadie.

Espero no bajar al infierno.
No quedar dentro del noveno círculo,
ni tener que ascender a tu cielo.
Espero que al menos estas letras
sean mi guía.

En mi vida la selva oscura de tu cabello.
En mi vida el cabello en mi noche oscura.
En mi oscura noche tú cabello.
En mi cabello tu oscura noche.
En mi noche tus largos días.

Beatrice, amada, en mi vida no hay tiempo.
En mi vida las preguntas rompen las respuestas
y tus llamas calman mi sed.
Las largas jornadas caminan descalzas
y eso que las aves no corren.

Los señores y las señoritas pasaron de moda,
el alma se cambio de alcoba,
las nubes pasan de sombrero,
los puertos grises mantienen la sombra,
mantienes la sombra de los puertos grises

¿De dónde se parte para partirme en dos?
De donde se llora no hay dos, solo tu.
Yo soledad, yo inferno, yo pasará.
Éramos sin ser, y éramos perfectos
Éramos sin ser y aun así éramos

Y jugamos a las espadas, a los adultos y a las princesas
pero yo no tengo espada para luchar por ti
y tu castillo es demasiado alto, princesa
tus paredes demasiado gruesas, y el caballo demasiado viejo
el grito al cielo ya no repta por mis venas

En mi vida, no hay princesas, ni estoy yo,
no estás tú ni el amor
No hay mar ni aves que se griten,
ni aves que discutan con el aire,
ni aire que pueda respirar.

Yo no estoy,
desde lejos no vuelo.
Yo no soy.

Tú no estas,
desde lejos no te veo en tu ventana.
Tú no estas.

Nosotros ( )
Nosotros nada
Nosotros ( )

Yo no río a las estrellas hablándole al cielo
para que el suelo me destroce los pies.
Y el camino no ande bajo el mar,
o el universo se pare y no cumpla sus promesas,
o la noche me llene tanto que me haga olvidar,
olvidar que se pueda olvidar de algo.

No hay cara o cruz en mis monedas,
Ni tiempo, ni mar, ni aves,
ni mi inmensa soledad que me dejó solo.
La realidad es creada por arquitectos,
medicamentos y arsénicos.

El agua que ya no cae para compadecer,
sino para golpear.
Y el aire ya no para de correr,
para enseñarme a soplar

El cielo, bajo la purgación, bajo el inferno
Bajo los montes, tus mirada y Atila
Bajo el mar y la hierba y el salón.

El reflejo del balcón en ultramar
Un caballo, hartado de correr

Ahora, no deja de llover.


domingo, 18 de octubre de 2009

El sueño que jamás te conté.



Un gramófono. Un gramófono cantaba en la esquina más alejada de la sala. Pues solo era una sala el lugar que habitábamos, solo una sala. El aire transportaba la melodía que narraba en susurros el viejo aparato. Nada la refrenaba, pues la sala estaba vacía. Cuatro grandes ventanales le daban una luz grisácea al lugar. Una luz fría, apagada, proveniente del cielo sepia que coronaba el mundo al otro lado. Y el cantar de los vientos alborotados del exterior no nos separaba ni por un segundo. Marcábamos dulcemente los pasos. Un, dos. Vuelta. Atrás. Adelante. Sonrisa. En la sala, retumbaba el eco de nuestras pisadas. Sólo un plato alborotaba la linealidad del suelo. Un plato que contenía las migas del bocadillo que la noche anterior habíamos utilizado para sobrevivir. El resto, lo ponía el amor. Tú, con tu camisa rosa y los vaqueros desgastados me dabas la vida. Yo, camisa y pantalón de traje. Ambos descalzos. Y los pisotones, las risas y el suspiro de nuestras miradas se entremezclaban con las notas del viejo gramófono. Bailábamos, bailábamos desde que las nubes habían tapado el sol la tarde anterior. Y no parábamos de bailar, sonreír, despacio, al compás. Mi mano izquierda y tu derecha se fundían en el aire. Los círculos eran dibujados por nuestros pies en el parqué desgastado. Nuestras caderas se estrechaban por la presión de nuestras manos. Y dibujábamos círculos, y sonreíamos, y no moríamos de hambre, y moríamos de amor. Afuera el mundo se estremecía. Afuera el mundo moría. Los edificios que alcanzábamos a divisar por la ventana caían arrasados por el fuego y las explosiones. Pero tú y yo, con el eco de nuestros pasos, seguíamos riendo, juntos. El sonido de los aviones casi no lo percibíamos. Estábamos tan alejados de ese mundo que caía… Estábamos, por fin, en esa sala. Estábamos, por fin, danzando, tras las ventanas de nuestro mundo. Y nada importaba. El amor que nos había hecho morir, no había muerto. Las ruinas se adivinaban en la lejanía. Parecía que nuestra sala era la única que todavía no había caído. Y nosotros no nos fijábamos en nada más que en nuestras miradas. Te veía tan linda, disfrutando de cada tropiezo, desnudando cada nuevo pasó a la manera delicada que solo tú sabes. Y tú eres la única. Nunca había podido sentir tu largo cabello tan cerca de mis manos. Y ahora tú eras la que las guiaba hacía él. Yo te respiraba, para seguir viviendo. Afuera, todo era pasto del olvido, del fuego, de la desolación. Nos quedaba poco. Todavía no te había besado. En ningún momento. No sabía como hacerlo. Debía ser tan grande como la energía que nos había llevado a danzar en un piso tan alejado de nuestra imaginación. Y no sabía como hacerlo. Debía ser tan fácil y tan difícil. Tú eras. Simplemente. Y yo cerraba los ojos para sentir tu camisa rosa y tus pantalones vaqueros desgastados. La vida se fundía en nuestras manos, y nosotros fundíamos las manos. El tocadiscos llegaba a sus últimos segundos. La primera cristalera reventó, la más alejada de nuestra posición. Llovían los cristales como llovía el agua fuera. Y todavía no te había besado. Pero estaba contigo. El mundo moría. Yo te miraba, y te veía sonreírme, por fin. Y todo se moría. Nuestros pies descalzos no sentían los clavos de vidrio por el suelo. La música todavía los ahogaba. Pero el viento helado entró en la habitación, haciéndonos cerrar los balcones de nuestros ojos, para acercarnos todavía más, hasta ser uno, danzando, pegados, las últimas notas de la sonata. Tú. Yo. Nosotros. Y no sé ni cuando. Ni porqué. Ni porqué coincidió. Pero te besé. Te besé por primera vez, mientras la lagrimas inundaban nuestras mejillas, cuando la segunda explosión que nos visitaba se lo llevó todo con ella, todo.

jueves, 15 de octubre de 2009

Espadas de plástico, viento y arena


Y respiras una, dos y hasta tres veces. Ves cómo la larga hilera de luces multicolores se desliza suavemente por encima de tu cabeza, ocultando el brillo de la noche, el color anaranjado de la madrugada, ocultándolo. El asfalto está frío, y la feria, con sus interminables hileras de atracciones coronadas por la colosal noria, está muerta, apagada. Fría también. Algo te acaricia la espalda. Cuando vuelves la cabeza, te das cuenta de que sólo es un folleto de la tómbola, que ahora grita callada, mientras el mundo duerme, y los fantasmas de los niños se pasean agarrados a la sombra de sus padres por la interminable calle ferial, de la que ahora queda tan sólo el viento, el frío, y los papeles de una tómbola desesperada bajo la mirada de la colosal noria. Puede que ya no quieras levantarte del suelo, que tu corazón helado quede pegado a él cuando se descuelgue. Y, sin embargo, bajo los susurros atronadores de la ventisca, todavía se divisan las grotescas melodías de tus himnos juveniles, que ya no son como los fantasmas que ves pasear a tu alrededor, sino que esta vez son reales, o, al menos, tanto como las señales de tráfico que bajo tus pies pierden el sentido. Quisieras correr hacia ellos. Puede que mañana, cuando creas haberlo conseguido, te des cuenta de que no existen, que eran igual que las ánimas de los chavales. Pero ya estás de pie, corriendo, y ya no puedes dejar de correr. Ahí las melodías libertarias resucitan en ti, y llevas tu mano, sin quererlo, como arrastrada por el viento extinto de tu alrededor, hacia la espalda, y reconoces el acero de tu espada de plástico. Vuelves a querer destrozar canciones, construir castillos de arena, levantar tu voz por encima del mundo, galopar sobre caballos de cartón, reír tras las praderas de cemento, añorar lo que será pasto del olvido, alborotar todos los prejuicios. Vivir y montarte en el tren de la bruja para sentir ese miedo inocente e infantil que nos hace temblar y nos recuerda que, ante la adversidad, se puede sonreír. Es ese el instante, cuando comienzas a creer en utopías morianas, en el que la noria vuelve a girar

Directamente, Ítaca



DESDE el primer momento en el que un ser humano se da un encontronazo con la isla de
los sueños, la isla del destino, la isla de la vida, Ítaca, nuestra alma y nuestra mente comienzan
a dar vueltas y vueltas, y nos preguntamos dónde puede estar, cómo encontrarla
y cómo poder habitarla. Al inicio del viaje diríamos que Ítaca es el lugar
que nos espera, la paz ansiada, nuestros sueños cumplidos, la residencia de la felicidad,
el encuentro con el amor, el paso hacia una vida plena en la que has cumplido tus
objetivos, la calma después de la tempestad, el lugar al que siempre queremos llegar. Resumiendo: el objetivo, el fin del camino. El fin del camino, el fin del camino, el fin del camino, se repite constantemente tu cabeza. Entonces vuelves a pararte a pensar y la temes, porque sabes que si la alcanzas, has llegado al final, que el viaje ha terminado. Entonces ya no quieres cruzarte pronto con ella, porque sabes que es el fin de tus sueños, y por lo tanto el fin tu libertad. Sabes que si te encuentras en ella ellos habrán quedado al otro lado del océano. Por lo que el miedo te hace quererla olvidar, te hace desestimarla.
La conviertes en un mero espejismo, una esperanza vacía, falsa, por la que luchas siempre en vano y por la que dejarás de luchar, pues la consideras una ilusión sin sentido que, una vez alcanzada, te encierra y te lleva a la muerte. Y la llamas muerte, no ya a la que todos estamos condenados -pues de esta queremos huir, y, por lo tanto, nunca emprenderíamos un camino consciente hasta ella-, sino una muerte peor, la de sentirte humano, es decir, la de tu libertad y tu derecho a soñar. Y no es que cuando la alcancemos no podamos seguir soñando, pero si esto fuera así, todavía no habríamos llegado a la auténtica Ítaca.

Estas últimas reflexiones me hacen detenerme en una frase: “no ya la muerte a la que todos estamos condenados -pues de esta queremos huir, y, por lo tanto, nunca emprenderíamos un camino consciente hasta ella”. Hacía Ítaca emprendemos un camino, sin Ítaca nunca emprenderíamos ese camino, sin Ítaca nunca hubiéramos creado un sueño, sin Ítaca nunca hubiéramos disfrutado nuestra libertad. Entonces es cuando no damos cuenta de que nuestras dos reflexiones anteriores no se anulan la una a la otra, si no que van de la mano. Ítaca es “inicio”, y por lo tanto ya es el sueño en sí, el sueño es sinónimo de Ítaca, pero Ítaca también es el fin por el que lo emprendemos, no se entiende sino como un destino al que queremos llegar. Ítaca es principio y fin. De lo que no nos damos cuenta es de que ese fin ya lo hemos alcanzado al emprender el camino, al alzar el ancla y hacernos a la mar. Ítaca, como destino, ya no importa si es alcanzada o no, pues una vez en la travesía
llegar a ella es lo de menos.


Sabemos que es la que nos ha hecho partir, que el viaje es Ítaca, que ya la hemos alcanzado.

Cien noches


Cien noches por la estepa de castilla
Cien noches en las que el sol abrasa
La luna no ves reflejada en la espada
Cien noches por la arena castellana

Los gritos moriscos tras el río
Pero tú sin rumbo cabalgas
Prestas tu ayuda a un joven desterrado
Para no caer junto a él en las aguas

Hoy de aquí, mañana de mañana
El norte al sur, de una tierra alejada
Con las águilas y las canoas
De tu destino escapas, luchas, escapas.

No esperas la muerte cristiana
Ni la musulmana resurrección
Ni alma, ni envidia ni ganas,
Ni tan siquiera corazón

Solo espíritu de honor, del olvidado
En las fronteras, del castrado
Pos las biblias, por reinos y califas
Por tu amada, y tus ojeras

No eres dueño de un Cid, no
No caes muerto en ninguna nación
No eres el nombrado buen ciudadano
No eres triste ni por compasión
No, no eres

Ya escarmentaste con la sangre derramada
Que en el sur miles de libros manchó,
Ya aprendiste que mataste la fiera condición
De la que ahora el cristiano no escapa

Y el moro sucumbió, destronado, sin dolor
Con tres lágrimas en la caras,
Sin dolor, sin clamor, sin temor,
Sin elevación, sin media luna, sin voz

Ya te hartaste de amoríos prohibidos
De velos negros, de miradas de alquitrán
De buhoneros demacrados, de viejas doncellas
De sopar en el pan, de su dureza
Demacrado el tiempo por una lucha eterna

Ya recoges los ropajes, las miradas lestrigantes
La espada y la armadura
El casco, la maya, la cara dura,
Los vendajes y tu sombra
Te persigue
Las venas de castilla te llevan a alta mar,
Más todavía no es el momento
El buen vino anaranjado lleno hayose
El sol ensangrentado de nuevo al horizonte

Una dama mora, judía, o de cristiana orfandad
Todavía se escucha tras los barrotes,
Tú eres un mercenario de la ayuda
De los que supero la visión, de los que no tiene dueño
De los que un día se liberó

Cabalgas de nuevo, durante más de cien noches
Más de cien noches de tierra
Más de cien noches de luna que arde
Más de cien noches de pueblos cobardes
Una y mil noches de una castilla sudada

Con lanza de hierro y bandera de plata
Recoges la luna de charcas manchadas
De lagunas de azufre y tierra quemada
De una estepa de pobres y hombres de hojalata