...el detalle, el suspiro...
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domingo, 18 de octubre de 2009

El sueño que jamás te conté.



Un gramófono. Un gramófono cantaba en la esquina más alejada de la sala. Pues solo era una sala el lugar que habitábamos, solo una sala. El aire transportaba la melodía que narraba en susurros el viejo aparato. Nada la refrenaba, pues la sala estaba vacía. Cuatro grandes ventanales le daban una luz grisácea al lugar. Una luz fría, apagada, proveniente del cielo sepia que coronaba el mundo al otro lado. Y el cantar de los vientos alborotados del exterior no nos separaba ni por un segundo. Marcábamos dulcemente los pasos. Un, dos. Vuelta. Atrás. Adelante. Sonrisa. En la sala, retumbaba el eco de nuestras pisadas. Sólo un plato alborotaba la linealidad del suelo. Un plato que contenía las migas del bocadillo que la noche anterior habíamos utilizado para sobrevivir. El resto, lo ponía el amor. Tú, con tu camisa rosa y los vaqueros desgastados me dabas la vida. Yo, camisa y pantalón de traje. Ambos descalzos. Y los pisotones, las risas y el suspiro de nuestras miradas se entremezclaban con las notas del viejo gramófono. Bailábamos, bailábamos desde que las nubes habían tapado el sol la tarde anterior. Y no parábamos de bailar, sonreír, despacio, al compás. Mi mano izquierda y tu derecha se fundían en el aire. Los círculos eran dibujados por nuestros pies en el parqué desgastado. Nuestras caderas se estrechaban por la presión de nuestras manos. Y dibujábamos círculos, y sonreíamos, y no moríamos de hambre, y moríamos de amor. Afuera el mundo se estremecía. Afuera el mundo moría. Los edificios que alcanzábamos a divisar por la ventana caían arrasados por el fuego y las explosiones. Pero tú y yo, con el eco de nuestros pasos, seguíamos riendo, juntos. El sonido de los aviones casi no lo percibíamos. Estábamos tan alejados de ese mundo que caía… Estábamos, por fin, en esa sala. Estábamos, por fin, danzando, tras las ventanas de nuestro mundo. Y nada importaba. El amor que nos había hecho morir, no había muerto. Las ruinas se adivinaban en la lejanía. Parecía que nuestra sala era la única que todavía no había caído. Y nosotros no nos fijábamos en nada más que en nuestras miradas. Te veía tan linda, disfrutando de cada tropiezo, desnudando cada nuevo pasó a la manera delicada que solo tú sabes. Y tú eres la única. Nunca había podido sentir tu largo cabello tan cerca de mis manos. Y ahora tú eras la que las guiaba hacía él. Yo te respiraba, para seguir viviendo. Afuera, todo era pasto del olvido, del fuego, de la desolación. Nos quedaba poco. Todavía no te había besado. En ningún momento. No sabía como hacerlo. Debía ser tan grande como la energía que nos había llevado a danzar en un piso tan alejado de nuestra imaginación. Y no sabía como hacerlo. Debía ser tan fácil y tan difícil. Tú eras. Simplemente. Y yo cerraba los ojos para sentir tu camisa rosa y tus pantalones vaqueros desgastados. La vida se fundía en nuestras manos, y nosotros fundíamos las manos. El tocadiscos llegaba a sus últimos segundos. La primera cristalera reventó, la más alejada de nuestra posición. Llovían los cristales como llovía el agua fuera. Y todavía no te había besado. Pero estaba contigo. El mundo moría. Yo te miraba, y te veía sonreírme, por fin. Y todo se moría. Nuestros pies descalzos no sentían los clavos de vidrio por el suelo. La música todavía los ahogaba. Pero el viento helado entró en la habitación, haciéndonos cerrar los balcones de nuestros ojos, para acercarnos todavía más, hasta ser uno, danzando, pegados, las últimas notas de la sonata. Tú. Yo. Nosotros. Y no sé ni cuando. Ni porqué. Ni porqué coincidió. Pero te besé. Te besé por primera vez, mientras la lagrimas inundaban nuestras mejillas, cuando la segunda explosión que nos visitaba se lo llevó todo con ella, todo.

jueves, 15 de octubre de 2009

Espadas de plástico, viento y arena


Y respiras una, dos y hasta tres veces. Ves cómo la larga hilera de luces multicolores se desliza suavemente por encima de tu cabeza, ocultando el brillo de la noche, el color anaranjado de la madrugada, ocultándolo. El asfalto está frío, y la feria, con sus interminables hileras de atracciones coronadas por la colosal noria, está muerta, apagada. Fría también. Algo te acaricia la espalda. Cuando vuelves la cabeza, te das cuenta de que sólo es un folleto de la tómbola, que ahora grita callada, mientras el mundo duerme, y los fantasmas de los niños se pasean agarrados a la sombra de sus padres por la interminable calle ferial, de la que ahora queda tan sólo el viento, el frío, y los papeles de una tómbola desesperada bajo la mirada de la colosal noria. Puede que ya no quieras levantarte del suelo, que tu corazón helado quede pegado a él cuando se descuelgue. Y, sin embargo, bajo los susurros atronadores de la ventisca, todavía se divisan las grotescas melodías de tus himnos juveniles, que ya no son como los fantasmas que ves pasear a tu alrededor, sino que esta vez son reales, o, al menos, tanto como las señales de tráfico que bajo tus pies pierden el sentido. Quisieras correr hacia ellos. Puede que mañana, cuando creas haberlo conseguido, te des cuenta de que no existen, que eran igual que las ánimas de los chavales. Pero ya estás de pie, corriendo, y ya no puedes dejar de correr. Ahí las melodías libertarias resucitan en ti, y llevas tu mano, sin quererlo, como arrastrada por el viento extinto de tu alrededor, hacia la espalda, y reconoces el acero de tu espada de plástico. Vuelves a querer destrozar canciones, construir castillos de arena, levantar tu voz por encima del mundo, galopar sobre caballos de cartón, reír tras las praderas de cemento, añorar lo que será pasto del olvido, alborotar todos los prejuicios. Vivir y montarte en el tren de la bruja para sentir ese miedo inocente e infantil que nos hace temblar y nos recuerda que, ante la adversidad, se puede sonreír. Es ese el instante, cuando comienzas a creer en utopías morianas, en el que la noria vuelve a girar

Directamente, Ítaca



DESDE el primer momento en el que un ser humano se da un encontronazo con la isla de
los sueños, la isla del destino, la isla de la vida, Ítaca, nuestra alma y nuestra mente comienzan
a dar vueltas y vueltas, y nos preguntamos dónde puede estar, cómo encontrarla
y cómo poder habitarla. Al inicio del viaje diríamos que Ítaca es el lugar
que nos espera, la paz ansiada, nuestros sueños cumplidos, la residencia de la felicidad,
el encuentro con el amor, el paso hacia una vida plena en la que has cumplido tus
objetivos, la calma después de la tempestad, el lugar al que siempre queremos llegar. Resumiendo: el objetivo, el fin del camino. El fin del camino, el fin del camino, el fin del camino, se repite constantemente tu cabeza. Entonces vuelves a pararte a pensar y la temes, porque sabes que si la alcanzas, has llegado al final, que el viaje ha terminado. Entonces ya no quieres cruzarte pronto con ella, porque sabes que es el fin de tus sueños, y por lo tanto el fin tu libertad. Sabes que si te encuentras en ella ellos habrán quedado al otro lado del océano. Por lo que el miedo te hace quererla olvidar, te hace desestimarla.
La conviertes en un mero espejismo, una esperanza vacía, falsa, por la que luchas siempre en vano y por la que dejarás de luchar, pues la consideras una ilusión sin sentido que, una vez alcanzada, te encierra y te lleva a la muerte. Y la llamas muerte, no ya a la que todos estamos condenados -pues de esta queremos huir, y, por lo tanto, nunca emprenderíamos un camino consciente hasta ella-, sino una muerte peor, la de sentirte humano, es decir, la de tu libertad y tu derecho a soñar. Y no es que cuando la alcancemos no podamos seguir soñando, pero si esto fuera así, todavía no habríamos llegado a la auténtica Ítaca.

Estas últimas reflexiones me hacen detenerme en una frase: “no ya la muerte a la que todos estamos condenados -pues de esta queremos huir, y, por lo tanto, nunca emprenderíamos un camino consciente hasta ella”. Hacía Ítaca emprendemos un camino, sin Ítaca nunca emprenderíamos ese camino, sin Ítaca nunca hubiéramos creado un sueño, sin Ítaca nunca hubiéramos disfrutado nuestra libertad. Entonces es cuando no damos cuenta de que nuestras dos reflexiones anteriores no se anulan la una a la otra, si no que van de la mano. Ítaca es “inicio”, y por lo tanto ya es el sueño en sí, el sueño es sinónimo de Ítaca, pero Ítaca también es el fin por el que lo emprendemos, no se entiende sino como un destino al que queremos llegar. Ítaca es principio y fin. De lo que no nos damos cuenta es de que ese fin ya lo hemos alcanzado al emprender el camino, al alzar el ancla y hacernos a la mar. Ítaca, como destino, ya no importa si es alcanzada o no, pues una vez en la travesía
llegar a ella es lo de menos.


Sabemos que es la que nos ha hecho partir, que el viaje es Ítaca, que ya la hemos alcanzado.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Cronología Por Caótico y Trovador


(Discurso completo del cortometraje "Crono")

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¿Han soñado alguna vez con viajar en el tiempo? Las sombras se disipan en la imaginación, como en esos días en los que la luz del sol da de lleno en una vieja y olvidada torre del reloj, de la que nada entendemos, que nada alberga, y que todo lo destruye con su aguja.
Señores, nos estamos consumiendo.
La vida poco a poco se va, somos pasto del olvido, apresados en esa ruleta que gira al son de una olvidada melodía, de la que es reina la diosa fortuna. Señores, si se dan cuenta nada entendemos. Estamos aquí, y ¿Qué? El tiempo con sus juegos de azahar manipula nuestro destino, nos roba nuestra libertad y nunca, nunca para.
4
Imagina despertar un día tirado en el banco de un mullido parque, a las puertas de la ya mencionada torre, torre del tiempo, torre del reloj. Ves la puerta entreabierta, y, valientemente, te decides a entrar. En su interior te esperan unas gastadas escaleras, desechas por la brisa de los años, desechas. Y subes agarrado a una barandilla que, como a todos, el tiempo no dejo atrás, y ahora arde con un fuego interior solo forjado por los años. Ves como el tiempo corre bajo tus pies, como explotan los minutos, como la gente llora.
Entonces la cima esta bajo tus pies.
3
Mira, siente, piensa. Tienes el mecanismo del tiempo junto a ti. Te abrumas. No sabes si tirarte, o lanzar una sonrisa.
Podríamos llamarlo cronología. Te planteas como funciona, como pasa tu vida, como la destruyen, la crean, la pisan y la vuelven a crear. Sabes que te molesta cumplir años, que sufres cada vez que soplas las velas, porque cuando se consumen, sabes que te están acercando más a la muerte. Y te sientes atrapado.
Ahora ríe, llora, o sueña.
2
Tratado del odio, tratado del egoísmo, tratados, tratados y tratados. No sabes como vencerlo.
Seguro, queridos espectadores, vuestras mentes ahora estarán dando vueltas sobre como vencerlo. ¿Seréis tan valientes para descubrir la manera de hacerlo? No lo creo, os llevaríais a mucha gente por delante, habríais de ser egoístas, despreciar la muerte, y dar un paso por encima de ella.
¿Saben qué? Las torres del reloj nunca existieron, son normas de este falso mundo platónico. Ni tú ni yo existimos. Ahora mismo no pasa el tiempo. Ni el aire, todo esta parado a mí alrededor. Sin embargo, para ti si pasa, porque todavía no lo has vencido.
1
Aquí tengo la respuesta, en este efímero papel de un sueño. Solo te diré que si tú mueres, solo podrás vivir de una manera dentro de cada una de las personas de esta sombra. Solo de una manera. Adivina, adivinanza. Adivina adivinanza. El tiempo pasa, el tiempo pasa en esta podrida torre del reloj. No sabréis lo que es porque todo arderá con la respuesta, haciendo una funesta alegoría a Cronos
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jueves, 7 de mayo de 2009

El árbol y el viejo


Una vez conocí a un hombre. Callado. Silencio siempre alrededor de él. Estaba sentado a la sombra de un viejo árbol a las afueras de mi pueblo. Este “hombre” le narraba historias a ese árbol y, de repente, con una racha de viento, la vida paraba por un instante. Narraba como hablaba, balbuceaba sus palabras al los agujeros de su vieja piel. El árbol atendía, miraba su negra cabellera, y, otra vez con una racha de viento, el tiempo se volvía a parar. Eran largas horas a la sombra de ese viejo árbol, que respondía con largos poemas acerca de una tempestuosa vida pasada. Caía la noche y los personajes hablaban y hablaban. Una noche la tormenta llegó y, por arte de magia, el hombre, con vieja gabardina, cuaderno en mano, sacaba un pitillo y el calor llegó a esta estampa de invierno. La luna respondió como debiera, haciendo desaparecer las nubes, y las largas horas de magia y de vida seguían su ritmo, brotando palabras y creciendo relatos, arraigándose a un suelo que cada vez era más fértil. Un día de repente, una niña llegó al austero lugar. Y claro, quedó rendidas a los versos del viejo árbol y los relatos del aquel cansado humano. Era abrumador ver como esa niña rellenaba hojas en blanco con miles y miles de apuntes acerca de todo lo dicho. Y lo que era todavía mas abrumador era ver la cara de la niña al caer la noche, cuando debía partir. La niña creció y creció a la sombra de este par de viejos, al abrigo de las letras y la musicalidad de sus palabras. Tal vez por casualidad, tal vez por desgracia, la noche en que el viejo hombre le regaló su gabardina para que se protegiera del frío, continuó con meses enteros en los que la muchacha, una jovenzuela… una jovenzuela a la que cualquier persona se hubiera sentido afortunada de conocer, no apareció por allí. El hombre y el árbol seguían sus charlas, y a la muchacha le sucedieron miles de chiquillos más, siempre alimentados con los poemas del viejo árbol y los relatos del viejo viejo. Un día la muchacha regresó, pero ya no era la joven dulcinea, si no una dulce mujer mayor. Era profesora, y bajo el brazo traía el primer ejemplar de su primer libro, el cual estaba dedicado textualmente “a ese viejo y ese árbol que me dieron la vida”. Lo plantado había dado fruto…y esa misma noche, el viejo murió. Quedó allí por siempre, a los pies de ese anciano árbol poeta, al que ahora, una joven muchachita, que era profesora y acaba de escribir su primer libro, acompañaba cada noche, y era ella la que ahora mostraba el dulce gorgoteo de las palabras al reposar en tu espíritu a los miles de chavales que paseando por allí, encontraban, de repente, y como una de esas casualidades que la vida te depara, cuando no encuentras nada, o no tienes nada mejor que hacer, en esos momentos de la infancia, madurez o vejez, en los que encuentras un viejo narrador y un anciano árbol poeta.

Confesiones de una mujer Barbuda (Segunda y última parte)


Por cierto, en un encuentro con 50 compañías de circo al este de Francia conocí al amor de mi vida (no os preocupéis que no voy a empezar con pamplinas). Era un payasete mayor que yo, que siempre llevaba tirantes con corbata y camisetas de ong’s. Nunca salía sin su nariz pintada de rojo carmín, dándole ese tono tan especial a la vida. Tuvimos una hija. La llamamos Pipi, como la de la serie. La nariz (roja) era de su padre y las trenzas (pelirrojas) de su madre. En fin, una maravilla. Pero como todo viene, todo se va. Y la desgracia comenzó el momento exacto en el que una noche contando historias a la orilla de una hoguera mi barba comenzó a arder. No os preocupéis, nada serio. Solo ardieron las puntas (Voy a matar a los cuatro capullos que están en la barra) El día siguiente, ya con treinta y ocho años, anularon la función que teníamos en un barrio periférico a Lyon. Nos habíamos quedado sin el primer empleo, al que le sucedieron treinta y una cancelaciones más en los dos siguientes meses y siempre por la misma escusa: que si con la crisis no iba la gente, que si no podían permitírselo, que habían dejado de recibir subvenciones culturales, y un sinfín de injurias más. Definitivamente la compañía cerró. Los payasos, malabaristas, trapecistas, hombres gigantes, hombres cañón, enanos, enanas etc. se repartieron por toda Francia, llevando una sombra gris tras de sí, pus no hay nada mas triste que un payaso que no sonríe, ni que treinta soldados de circo sin esperanza. Mi payasete feliz, Pipi y yo nos trasladamos Saint-Omer, una ciudad al norte de París. Mi esposo (que ya no lo era porque nos casamos al estilo del circo, que un día os contaré) jamás renunció a su nariz, por lo que hasta el día de hoy está en paro. Mi hija tiene un buen grupo de amigos y amigas que no la desprecian (aunque siempre existan los cabrones de los niños mayores), está siguiendo los mismos pasos de su madre en cuanto a pelusilla del labio superior, pero es feliz, al igual que yo lo era. Y yo, trabajo en una carnicería, aunque no soporto ver a la pobre carne animal triturarse bajo mis dedos, ni los dedicados ojos de los conejos cuando me miran una vez muertos. Me he dado a la bebida. Si, ¿Qué pasa? ¿Una mujer barbuda no puede beber? Todas las noches vengo a este putrefacto bar y dejo el dinero de los estudios de mi hija aquí. Yo decido sobre ella. ¿Qué más te dará a ti lector anónimo? Quiero que se convierta en una payasa, pero no como su madre, si no en una payasa feliz, de algo grande, ¿el circo del sol por ejemplo? Ah bueno, que mas dará, mientras sea feliz. Llevo ya cincuenta euros gastados en whiskey. Voy a parar y a ver si meo. Le acabo de decir al camarero que si limpia los aseos con su mierda y no veas como se ha puesto. En fin. A quien le va a importar esto, la vida de un payaso triste. Ahora lo tirare y nadie sabrá nada. Seguiré siendo una barbuda rara y borracha que quiere que su hija sea feliz, pero que se gasta el dinero de los ahorros en whiskey. Si, esa soy yo. Buena descripción.

Confesiones de una mujer Barbuda. (Primera y penúltima parte)


Hola, ¿Qué tal? Soy una mujer del centro de España, aunque ahora vivo en un pequeño pueblo al norte de Francia. Tengo barba. Si ¿algún problema? No se ni como ni porqué comenzó a salir en mi adolescencia. Pero ahora bien, tampoco me importó. Cuando tenia allá por los catorce años ya se comenzaba a divisar en por encima de mi labio una prominente y amenazante pelusilla rubia, aterradora a la vez que inofensiva. Por aquel entonces todavía todos los de mi dichoso colegio jugábamos con barbies, y claro, ya sabéis como son los chicos, unos cabrones. Si, así es, todos ellos, pues ahora pasa igual con mi hija. Volviendo a lo que iba, pintaban tetas y bigotes en las pizarras (sucia maquina despreciable de hacer relatos infantiles de la gente) -que, por cierto, desde entonces las odio-, un día llegaron con bigotes todos los de la clase pintados en la cara, me regalaban barbies con mostacho por mis cumpleaños, en fin, miles y miles de irrevocables insensateces. Pero yo, con una mentalidad y madurez inusitada para la edad que tenía, (y de la que me luzco cada vez que puedo) seguí con mi pequeño bigotillo sin complejo ni espejo reprobador. Cuanto me podía reír cada vez que veía las lágrimas resbalar sobre sus ojos cuando la malsonante y ruidosa “cera” arrancaba de un tirón batallones y batallones de frágiles pelos. Todavía me rio de ellas. Joderse. El otro día hice la cuenta: tengo cuarenta y cuatro años, si hubiera empezado a depilarme desde los quince llevaría veintinueve años en la labor, y pensando que al menos una vez al mes lo haría, veintinueve por doce son trescientas cuarenta y ocho veces, más todas las extras de verano etc. pongamos que habría ido unas cuatrocientas cincuenta veces, a veintiún euros la sesión habría gastado mas de nueve mil euros en quitar los bellos, hermosos y delicados cabellos de mi cuerpo. En fin, una gilipollez. Pues a lo que iba, pasé una infancia feliz, por mi madurez, claro está, en otro momento os contare como la alcancé con cinco años viviendo con mi abuela (¿os he nombrado ya lo madura que era para mi edad no?), y ya el resto de tiempo la gente me confundía, no sabía si era hombre o mujer, por los turgentes y prominentes pechos más las caderas, que según más de un amigo me comentó, eran deliciosas, sumado a la barba de criar pájaros que había encontrado reposo en la tez de mi cara. Esa era yo. Continuo la historia, pues en esa época, por la poca vida social que tenía, que no quiere decir que no estuviera siempre paseando por las calles y delirando por los bares, no pasó nada que merezca la pena contar. La cuestión es que el dia 14 de abril (interesante y casual fecha) del 91 fui a ver una obra de teatro a un teatro (obviamente) (perdonen las manchas del papel pero un desalmado hipócrita acaba de volcarme su whiskey barato por encima, mierda). Sorprendida al finalizar la obra -en la que se representaba la historia de cómo dos tristes payasos se enamoraban en la vida en el circo- bajé, con mi delirante y exótica barba a hablar con los actores. Ellos, que a la vez eran los directores, productores, guionistas y especialistas de la compañía, quedaron de repente sorprendidos conmigo, pero a la vez dichosos, pues para mi suerte y por obra de dios (que yo siempre lo representé como una barba gigante) buscaban una chica como yo, pues formaban parte a su vez de una compañía de circo que se estaba forjando en Barcelona capital. Yo, feliz, y como si las estrellas me hubiesen iluminado, acepté el contrato, sin pensarlo, y pasé a formar parte de esa maravillosa vida en el circo. Era mi momento. Las barbas habían hablado. Era el momento de celebrarlo y por ello para esa noche cree una majestuosa trenza en mi barbilla con objeto de lucirla ante mis asombrados amigos –todos unos frikies- . Los días y los meses pasaron tan veloces como soplaba el viento, no había desdicha, no había odio, no había absolutamente nada perverso, solo imaginación, color, vida, y eso sí, mucho arte entre nosotros. Inventábamos mil una esculturas, construíamos tropecientas mil obras de teatro, cantábamos, danzábamos, y, sobre todo reíamos y hacíamos reir.
(No se vayan sin leer la segunda parte o no comprenderan nada)

martes, 10 de marzo de 2009

Igual qu en las grandes historias...


Igual que en las grandes historias, las que realmente importan. Llenas de oscuridad y de constantes peligros. Esas de las que no quieres saber el final, porque, ¿cómo van a acabar bien?, ¿cómo volverá todo a ser como antes?. Pero al final, todo es pasajero, como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día, y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón, porque tienen mucho sentido, aún cuando eres demasiado pequeño para entenderlas. Pero creo que ya lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los protagonistas de esas historias se rendirían si quisieran pero no lo hacen. Siguen adelante, porque todos luchan por algo.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Bohemios del mundo...


Un bohemio es una persona romántica, un soñador, un idealista, una persona que vive al margen del común denominador de la sociedad, alguien a quien no le importa tanto su estatus social, una persona que no le importa ser de una baja clase social o si es un aristócrata, es alguien que posee una sensibilidad especial hacia las cosas bellas de la vida por más sencillas que parezcan, una persona que gusta de la música y por qué no también del arte, alguien que disfruta enormemente una conversación con algún amigo, una persona que tal vez guste de la poesía y la literatura, alguien que le gusta filosofar sobre la vida, una persona que igual puede disfrutar de una cena en un lugar lujoso o simplemente en un humilde hogar, quizá guste tocar algún instrumento o tal vez la música clásica.
Alguien que no tiene una situación muy estable en el ámbito social o de trabajo, alguien independiente que tiene un estilo muy propio como individuo, una persona algo desordenada, con un carácter muy difícil que sigue sus propios impulsos y prioridades; hedonista con metas o intenciones individualistas, alguien quien es muy espontaneo al expresarse, no tiene vergüenza en decir lo que piensa o lo que siente, una persona capaz de hacer reír a otra en tan solo unos minutos. En fin, alguien que ama la vida y se la lleva llanamente.