
Un gramófono. Un gramófono cantaba en la esquina más alejada de la sala. Pues solo era una sala el lugar que habitábamos, solo una sala. El aire transportaba la melodía que narraba en susurros el viejo aparato. Nada la refrenaba, pues la sala estaba vacía. Cuatro grandes ventanales le daban una luz grisácea al lugar. Una luz fría, apagada, proveniente del cielo sepia que coronaba el mundo al otro lado. Y el cantar de los vientos alborotados del exterior no nos separaba ni por un segundo. Marcábamos dulcemente los pasos. Un, dos. Vuelta. Atrás. Adelante. Sonrisa. En la sala, retumbaba el eco de nuestras pisadas. Sólo un plato alborotaba la linealidad del suelo. Un plato que contenía las migas del bocadillo que la noche anterior habíamos utilizado para sobrevivir. El resto, lo ponía el amor. Tú, con tu camisa rosa y los vaqueros desgastados me dabas la vida. Yo, camisa y pantalón de traje. Ambos descalzos. Y los pisotones, las risas y el suspiro de nuestras miradas se entremezclaban con las notas del viejo gramófono. Bailábamos, bailábamos desde que las nubes habían tapado el sol la tarde anterior. Y no parábamos de bailar, sonreír, despacio, al compás. Mi mano izquierda y tu derecha se fundían en el aire. Los círculos eran dibujados por nuestros pies en el parqué desgastado. Nuestras caderas se estrechaban por la presión de nuestras manos. Y dibujábamos círculos, y sonreíamos, y no moríamos de hambre, y moríamos de amor. Afuera el mundo se estremecía. Afuera el mundo moría. Los edificios que alcanzábamos a divisar por la ventana caían arrasados por el fuego y las explosiones. Pero tú y yo, con el eco de nuestros pasos, seguíamos riendo, juntos. El sonido de los aviones casi no lo percibíamos. Estábamos tan alejados de ese mundo que caía… Estábamos, por fin, en esa sala. Estábamos, por fin, danzando, tras las ventanas de nuestro mundo. Y nada importaba. El amor que nos había hecho morir, no había muerto. Las ruinas se adivinaban en la lejanía. Parecía que nuestra sala era la única que todavía no había caído. Y nosotros no nos fijábamos en nada más que en nuestras miradas. Te veía tan linda, disfrutando de cada tropiezo, desnudando cada nuevo pasó a la manera delicada que solo tú sabes. Y tú eres la única. Nunca había podido sentir tu largo cabello tan cerca de mis manos. Y ahora tú eras la que las guiaba hacía él. Yo te respiraba, para seguir viviendo. Afuera, todo era pasto del olvido, del fuego, de la desolación. Nos quedaba poco. Todavía no te había besado. En ningún momento. No sabía como hacerlo. Debía ser tan grande como la energía que nos había llevado a danzar en un piso tan alejado de nuestra imaginación. Y no sabía como hacerlo. Debía ser tan fácil y tan difícil. Tú eras. Simplemente. Y yo cerraba los ojos para sentir tu camisa rosa y tus pantalones vaqueros desgastados. La vida se fundía en nuestras manos, y nosotros fundíamos las manos. El tocadiscos llegaba a sus últimos segundos. La primera cristalera reventó, la más alejada de nuestra posición. Llovían los cristales como llovía el agua fuera. Y todavía no te había besado. Pero estaba contigo. El mundo moría. Yo te miraba, y te veía sonreírme, por fin. Y todo se moría. Nuestros pies descalzos no sentían los clavos de vidrio por el suelo. La música todavía los ahogaba. Pero el viento helado entró en la habitación, haciéndonos cerrar los balcones de nuestros ojos, para acercarnos todavía más, hasta ser uno, danzando, pegados, las últimas notas de la sonata. Tú. Yo. Nosotros. Y no sé ni cuando. Ni porqué. Ni porqué coincidió. Pero te besé. Te besé por primera vez, mientras la lagrimas inundaban nuestras mejillas, cuando la segunda explosión que nos visitaba se lo llevó todo con ella, todo.